Aprovecho que estoy disfrutando de unos días de vacaciones en Orce, el pueblo de mis abuelos, de mi madre, en el que pasé todos los veranos de mi infancia y el que inspiró mi novela, para mostraros algunos de los magníficos rincones que aparecen en ella.

«Faltaba poco para que dieran las siete de la mañana y ya clareaba. Preparé café, me senté con la humeante taza en el poyo de piedra de la ventana y la abrí. La lluvia bajaba por el callejón formando un riachuelo que arrastraba hojas de carrasca y cúpulas de bellota, dejando paso al olor, ese olor a tierra mojada que únicamente podía percibir en aquella casa y que me transportaba otra vez a mi infancia, cuando mi abuela y yo, al oír el primer trueno, ya sabíamos que iba a fallar el tendido eléctrico y empezábamos a rebuscar por los cajones de la cocina las velas que nos iban a acompañar en nuestro rato de parchís y cartas. Me encantaban aquellas tormentas de verano en las que, durante veinte minutos, parecía que se iba a acabar el mundo, pero que luego, únicamente, dejaban alguna rama partida o algún feo sapo saltando por la calle.»
oLGA PRADO – LO QUE LA TIERRA ESCONDE